(Les Trois Roses jaunes) Las tres rosas amarillas
Chéjov. La noche del 22 de mayo de 1897 salió a cenar con su amigo y confidente Alexi Souvorine. Editor y patrón de prensa multimillonario, Souvorine era un reaccionario y un "self made man" cuyo padre combatió en la batalla de Borodino como soldado raso. Igual que Chéjov, era nieto de ciervo. Tenían los dos sangre de mujik en las venas. Era su único punto común. Salvo ésto , estaban a las antípodas el uno del otro desde el punto de vista temperamental y político. Sin embargo Souvorine era uno de los raros íntimos de Chéjov y éste apreciaba su compañía.
Por supuesto, fueron al mejor restaurante de la ciudad, un antiguo palacete llamado El Ermitage, uno de esos lugares en los cuáles eran necesarias varias horas -incluso la mitad de la noche- para poder terminar el copioso menú, regado con varios vinos como es debido, con café y gota incluido. A Chéjov se lo veía prolijo y elegante como siempre: traje oscuro, chaleco y su infaltable binóculo. Esa noche tenía el mismo aspecto fisonómico que sobre las fotos tomadas en esa época. Estaba jovial, calmo. Estrechó la mano del "maitre d'hôtel" y recorrió con su mirada la vasta sala, iluminada "a giorno" por arañas cargadas de ornamentos. Servidores de aspecto ocupado iban y venían entre las mesas de las que desbordaba una clientela elegante. Chéjov acababa apenas de sentarse frente a Souvorine cuando de golpe, imprevistamente, un torrente de sangre surgió de su boca. Souvorine y dos servidores lo acompañaron a los toilettes y trataron de detener la hemorragia aplicándole hielo. Souvorine hizo transportar a Chéjov a su propio hotel y ordenó la instalación de una cama en una de las habitaciones de su suite. Más tarde, al renovarse las hemorragias Chéjov aceptó dejarse conducir a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y sus complicaciones respiratorias. Cuando Souvorine volvió a visitarlo a la clínica, Chéjov se mostró confundido por el "escándalo" que había causado tres noches antes en el restaurante, pero persistió en negar la gravedad de su estado. "Reía como habitualmente, nota Souvorine en su Diario íntimo, mientras seguía escupiendo sangre en una bacina".
La hermana menor de Chéjov -María- vino a visitarlo a la clínica los últimos días de marzo. El tiempo era horrible, una tromba de nieve fundida se abatía sobre Moscú y obstruía las calles. Mucho le costó a María encontrar un coche, y cuando llegó a la clínica una angustia oscura le apretaba el pecho.
"Antón Pavlovitch estaba acostado de espaldas, escribe ella en sus Souvenirs. No le estaba permitido hablar. Luego de saludarlo me dirigí hacia la mesa para esconder mis emociones". Y allí, entre botellas de champagne, potes de caviar y flores que sus amigos, preocupados por su salud habían hecho llegar a su hermano, vió algo que le dió mucho miedo. Era un esquema de los pulmones de Chéjov, que evidentemente era obra de un especialista. Era el género de croquis que un médico puede ejecutar para explicar a un paciente que está enfermo. Los pulmones estaban dibujados con lápiz azul pero las partes superiores estaban estriadas de rojo. "Comprendí que esas partes ya estaban enfermas", escribe María.
Chéjov recibió también la visita de León Tolstoi. Los médicos y las enfermeras se sintieron tan impresionados de encontrarse frente al más grande escritor del país -era el hombre más célebre de todas las Rusias- que no se animaron a prohibirle que entrara, aunque las visitas estaban teóricamente reservadas solo a los más íntimos. Introdujeron en la habitación de Chéjov al viejo hombre barbudo de aspecto salvaje, haciéndole mil reverencias. Tolstoi tenía una pobre opinión de Chéjov como autor dramático (encontraba sus piezas muy estáticas y faltas de altura moral; "¿adonde lo conducen sus personajes?, le expresó con pasión a Chéjov un día, durante una discusión. Del diván donde están acostados hasta el rincón de los trastos viejos, ida y vuelta"), pero sin embargo amaba sus cuentos. Y después de todo, simplemente lo amaba como persona. Le dijo una vez a Gorki: "Ah! qué querido y bello hombre! Es modesto y silencioso como una niña! Y camina como una niña. Es simplemente maravilloso". Y Tolstoi escribía en su Diario (en esos tiempos todo el mundo tenía un diario o un carnet de bordo): soy feliz de amar a Chéjov".
Luego de quitarse el grueso echarpe y su sobretodo de piel de oso, Tolstoi se sentó a la cabecera de Chéjov. El enfermo estaba medicado y tenía prohibido hablar y menos mantener una conversación, pero Tolstoi no tomó esto en cuenta para nada, lanzándose con un discurso apasionado sobre sus teorías relativas a la sobrevivencia del alma, que Chéjov estupefacto, estaba obligado a escuchar. Más tarde escribiría en relación a esta visita: "Tolstoi piensa que todos nosotros -hombres y animales- sobreviviremos en el seno de un principio -razón o amor- cuya esencia y su finalidad restan un misterio(...)Nada me importa esta suerte de inmortalidad. No la comprendo y Lev Nicolaievitch quedó muy apenado de mi incomprensión".
Sin embargo Chéjov fue profundamente tocado por lo solícito de la visita de Tolstoi. Pero contrariamente a él, Chéjov no creía y jamás había creído en la supervivencia del alma. No creía en nada que no pudiera concebir, por lo menos, por uno de sus cinco sentidos . En lo que concierne a su concepción de la vida y de la literatura, había declarado un día que estaba desprovisto de "toda visión" del mundo político, religioso o filosófico."Cambio todos los meses y por consecuencia debo limitarme a describir la manera en que mis personajes se casan, hacen hijos, mueren, y a restituir la manera en que hablan".
Algunos años antes, cuando todavía su tuberculosis no había sido descubierta Chéjov había anotado: "cuando un campesino está atacado de tuberculosis dice: no puedo más. Me iré esta primavera, junto con la nieve que funde". (Chéjov mismo murió en verano, en plena canícula) Pero a partir del día donde su propia tuberculosis fue diagnosticada, se obstinó incansablemente en minimizar la gravedad de su caso. Aparentemente quedó persuadido hasta lo último que le sería posible sacarse de encima su mal, como si no se tratara más que de una tos rebelde. En sus últimos momentos parecía conservar una fe inquebrantable en su próximo restablecimiento. Un mes antes de su muerte llegó incluso a escribirle a su hermana que "engordaba" y que se sentía mucho mejor desde su llegada a Badenweiler.
Badenweiler es una pequeña estación termal situada en el borde occidental de la Selva Negra, a cierta distancia de Bâle. Les Vosgues son visibles desde cualquier lugar de la ciudad, y en esos tiempos el aire era puro y vivificante. La estación tenía desde siempre una clientela fiel de rusos que iban regularmente a tomar las aguas y marchar por los senderos. En junio de 1904 Chéjov fue a morirse.
Durante los primeros días del mes, había efectuado el penoso trayecto en tren entre Moscú y Berlín. Viajaba con su mujer, la actriz Olga Knipper, a la que había conocido en 1898 durante los ensayos de La gaviota. Los autores contemporáneos la describen como una actriz de primer orden. Era bella, talentosa, y tenía 10 años menos que el dramaturgo. Chéjov fue seducido por ella desde la primera vez que la vió, pero era lento para traducir sus sentimientos en actos. Como siempre, prefería el flirt al matrimonio. Al final de un noviazgo de tres años marcado por numerosas separaciones, de intercambios epistolares e inevitables malentendidos, se decidió por fin a pedir la mano de Olga, casándose en Moscú el 25 de mayo de 1901, en la más estricta intimidad. Chéjov estaba colmado de felicidad. Llamaba a Olga "mi caballito" o a veces "mi perrito". Le gustaba también tratarla de "pavito" o simplemente "mi alegría".
En Berlín, Chéjov a la consulta de un tisiólogo eminente, el profesor Karl Ewald. Según lo que cuenta un testigo ocular, luego de examinar a Chéjov, el profesor levanta los brazos y sale de la habitación sin decir nada. Chéjov estaba más allá de todo tratamiento: el doctor Ewald estaba enojado con él mismo por su imposibilidad de hacer milagros, y con Chéjov por estar tan enfermo.
Un periodista ruso que había venido a saludar a los Chéjov en el hotel donde vivían, envía a su redactor en jefe un despacho en el que decía: "tengo personalmente la impresión que los días de Chéjov están contados. Me pareció gravemente enfermo: lo vi horriblemente delgado, tosía, buscaba su respiración al menor movimiento y tenía siempre una fuerte temperatura." El mismo periodista acompañó a Chéjov y a Olga a la estación de Potsdam donde tomarían el tren a Badenweiler. "Chéjov subió penosamente la pequeña escalera de la estación, escribe. Se sentó varios minutos para reencontrar su respiración". De hecho, Chéjov sufría a cada paso: sus piernas le hacían mal y tenía dolores en las entrañas. La tuberculosis había ganado los intestinos y la médula espinal. En ese momento no tenía más que un mes de vida. De allí en más, cuando él hablaba de su estado, según los dires de Olga, "era con una desenvoltura que rozaba la inconsciencia".
El doctor Schwörer era uno de los numerosos profesionales de Badenweiler que se ganaba la vida confortablemente tratando a la gente de vida fácil que venía a buscar alivio a toda suerte de males. Ciertos de sus pacientes estaban enfermos y débiles, otros simplemente viejos e hipocondríacos. Pero Chéjov era un caso aparte: su estado era desesperado y visiblemente estaba al final del camino. Era también alguien muy célebre. Hasta el doctor Schowörer conocía su nombre, habiendo leído una cierta cantidad de sus cuentos en una revista alemana. Cuando examinó al escritor, en la primera semana de junio, le manifestó la alta estima en que tenía sus escritos, pero su pronóstico lo guardó para sí. Se limitó a prescribirle una dieta apropiada: cacao, avena cocida y generosamente enmantecada, y té a la fresa, el cuál se suponía facilitar el sueño del enfermo.
El 13 de junio, menos de tres semanas antes de su muerte, Chéjov escribió a su madre una carta en la que le anunciaba que su salud mejoraba. "Es probable que dentro de una semana estaré completamente curado", le decía. ¿Qué lo empujaba a expresar eso? ¿Podemos saber qué pensaba verdaderamente? Siendo él mismo médico no podía a ese punto engañarse. Se estaba muriendo, era así de simple e inevitable. Sin embargo, se sentaba en el balcón de su habitación del hotel y pasaba horas estudiando los horarios de tren. Pedía informes sobre las fechas de partida de barcos que cubrían la línea Marsella y Odesa. Pero él sabía. A ese estado de las cosas, forzosamente tenía que saber. Por lo tanto, en una de sus últimas cartas le afirmaba a su hermana que se recuperaba con una rapidez increíble.
Ya hacía mucho tiempo que había perdido las ganas por el trabajo literario. Un año antes estuvo a dos dedos de dejar inacabada La Cerisaie. La redacción de esta pieza había sido el sufrimiento más duro de su vida. Al final no lograba producir más de cinco o seis líneas por día. "Me empieza a faltar el coraje, escribía a Olga. Me parece que como escritor he cumplido mi ciclo. Cada frase que trazo me parece mediocre y completamente inútil." Pero logró perseverar. Terminó La Cerisaie en octubre de 1903 y no volvió a escribir más nada, salvo las cartas y algunas notas en sus carnets.
El 2 de julio de 1904, poco después de medianoche, Olga manda a buscar con urgencia al doctor Schwörer: Chéjov deliraba. El azar había querido que la habitación vecina estubiera ocupada por dos estudiantes rusos en vacaciones, y hasta allí corrió Olga para explicar la situación. Uno de los dos jóvenes ya dormía pero su compañero estaba todavía despierto. Leía, mientras fumaba una pipa. Salió del hotel corriendo para ir a buscar al doctor. "Escucho aún el ruido de sus pasos alejándose, haciendo crujir el pedregullo en el silencio de esa noche sofocante de julio", escribirá Olga en sus Souvenirs. Chéjov tenía alucinaciones. Hablaba de marinos desconocidos, balbuceaba frases incoherentes en las que hablaba de japoneses. Pero cuando Olga quiso aplicarle una bolsa de hielo en el pecho, gritó:"No! Jamás hielo sobre un vientre vacío !"
El doctor Schwörer entra y saca sus instrumentos de su maletín sin dejar de observar a Chéjov que jadeaba en el lecho. El enfermo tenía la respiración entrecortada y sus pupilas dilatadas. Sus sienes brillaban de sudor. El médico mostraba un rostro de madera, ya que no era emotivo de temperamento, pero había comprendido que los últimos instantes de Chéjov habían llegado. Pese a todo, siendo médico, había hecho el juramento de intentar lo imposible, y Chéjov todavía estaba vivo, aunque el hilo que lo retenía a la vida era muy frágil. El doctor Schwörer prepara una jeringa y le administra una inyección de alcanfor afín de estimularle el corazón. Pero la inyección no hizo efecto: todo era inútil al presente. Sin embargo el doctor previene a Olga que va a enviar a buscar un tubo de oxígeno. Subitamente, Chéjov vuelve en sí , y lúcido hasta el final, protesta con una débil voz:"¿Para qué? Antes que llegue, seré cadáver".
El doctor Schwörer mira fijamente a Chéjov, mientras tritura maquinalmente su grueso bigote en forma de manubrio de bicicleta. Las mejillas del escritor estaban grises, consumidas; estaba pálido como la cera; su respiración era casi un estertor. El doctor Schwörer comprendió que no tenía más que algunos minutos de vida. Sin una palabra, sin consultar a Olga, se dirige hacia el pequeño nicho que disimulaba el teléfono mural. Leyó con atención el modo de empleo. Era suficiente con apoyar sobre el botón y girar la manivela colocada al costado del aparato para comunicar con el subsuelo del hotel, donde se encontraban las cocinas. Descuelga el tubo, lo pega a su oído y sigue las instrucciones al pie de la letra. Cuando por fin lo atienden, el doctor Schwörer encarga una botella del mejor champagne del hotel. Le preguntan cuantas copas deseaba. "Tres copas! gritó en la corneta del teléfono. Y apúrese, me entiende?!" Fue ese , uno de esos raros momentos de inspiración que muchas veces se ignoran, ya que la acción es tan perfectamente apropiada que cae por su peso.
El champagne fue traído por un joven servidor de aspecto extenuado. Sus cabellos rubios estaban despeinados, su pantalón de uniforme arrugado, había perdido sus pliegues, y en el apuro había abrochado su chaqueta de manera atravesada. A juzgar por su aspecto se debe haber dormido en el hueco de un sillón, cuando de repente -Dios todopoderoso! -el llamado estridente del teléfono había destrozado el silencio de la noche; e inmediatamente su superior jerárquico lo sacudió rudamente ordenándole subir una botella de Moët a la habitación 211. ("Y apúrese, entendió?)
El servidor entra en la habitación con una bandeja de plata en la que se apoya un cubo para champagne de la misma materia, y tres copas de cristal tallado. Dispuso el cubo y las copas sobre una pequeña mesa mientras estiraba el cuello para discernir que ocurría en la habitación vecina, de donde le llegaba jadeos desesperados. El sonido era horrible, doloroso. Los estertores redoblaban de intensidad, y el joven servidor se vuelve bajando el mentón contra el cuello de su uniforme. Su mirada resbala hacia la ventana , mira fijamente la masa sombría de la ciudad dormida. Enseguida, un hombre grande e imponente, con un grueso bigote vino a llenar su mano de monedas (al tacto adivina que se trata de una generosa propina) y se encuentra bruscamente delante de la puerta abierta. Avanza algunos pasos, se detiene en el palier, abre la mano y mira las monedas que contenía, con un aire aturdido.
El doctor Schwörer comenzó a abrir la botella de champagne. Lo hace metódicamente , como todo el resto, esforzándose para atenuar la alegre explosión. Llenó las tres copas, luego con un gesto maquinal, vuelve a poner el tapón en la botella empujándolo con la palma de la mano. Enseguida avanza hacia el lecho con las copas llenas. Olga deja un instante la mano de Chéjov (esa mano que le quemaba los dedos , como luego lo escribiría). Ella le coloca una segunda almohada detrás de la nuca, y luego la copa helada en la mano, cerrándole cuidadosamente los dedos alrededor del tallo. Chéjov, Olga y el doctor Schwörer se mirarán pero no brindarán. A qué diablos habrían podido beber? A la muerte? Juntando las pocas fuerzas que le quedan Chéjov murmura: "hace tanto tiempo que no había bebido champagne", luego lleva la copa a sus labios y bebe. Unos instantes después, Olga toma la copa vacía y la posa sobre la mesa de noche. Chéjov se vuelve sobre el flanco, cierra los ojos y suspira. Después, su respiración cesa.
La mano de Chéjov había caído sobre la sábana. El doctor Schwörer la toma, aplica dos dedos en la muñeca y saca del bolsillo del chaleco un reloj de oro del que levanta la tapa con el pulgar. La gran aguja giraba muy lentamente. Deja que gire tres veces alrededor del cuadrante , acechando una pulsación. Aunque eran casi las tres de la mañana, hacía un calor de sauna en la habitación. Badenweiler era víctima de la peor ola de calor que se recordaba en muchos años. Todas las ventanas del departamento estaban abiertas de par en par, pero no había ni siquiera una brisa. Una gran mariposa de noche entró por la ventana chocando locamente contra la lámpara encendida. El doctor Schwörer suelta la muñeca de Chéjov. "Se terminó", dijo. Cerró la tapa de su reloj y lo guardó en el bolsillo del chaleco.
Inmediatamente , Olga seca sus lágrimas y se compone un rostro sereno. Da las gracias al médico por haber venido. El doctor Schwörer le propone administrarle un sedante; láudano, quizás, o algunas gotas de valeriana. Ella rechaza su proposición con un signo de la cabeza, pero le dice que tiene que pedirle un favor: querría quedarse un momento sola con Chéjov antes que las autoridades fueran advertidas, que la prensa se ampare del asunto, y que se lo retiren de su guarda. El doctor tendrá la cortesía de ayudarla? Podrá retardar, al menos provisoriamente el anuncio del deceso?
El doctor Schwörer alisa su grueso bigote con el pulgar. Bah, después de todo, porqué no? Que la novedad sea anunciada inmediatamente o dentro de algunas horas, qué importancia? No queda más que llenar y firmar el certificado de deceso, y lo podrá hacer en su gabinete un poco más tarde, en la mañana, luego de haber dormido un poco. Asintió con la cabeza antes de despedirse de Olga. Luego murmura algunas palabras de condolencia y Olga inclina la cabeza. "Ha sido un honor para mí", dice el doctor Schwörer. Luego tomó su maletín y salió de la habitación -y por la misma ocasión, de la historia.
En ese preciso instante, el tapón de la botella de champagne salta y un poco de espuma se derrama sobre la pequeña mesa. Olga vuelve a la habitación de Chéjov y se sienta sobre un taburete a la cabecera del finado. Le tiene la mano, y de tiempo en tiempo le acaricia el rostro. "No se escuchaba ninguna voz humana, escribió en sus Souvenirs. No había la agitación de la vida cotidiana. Solo había la belleza, la paz y la grandeza de la muerte".
Ella resta junto a Chéjov hasta el alba. Los tordos comenzaron a cantar en el jardín del hotel. Enseguida percibió el ruido de mesas y sillas desplazadas. Poco después las voces llegaron a sus oídos, y en ese momento golpearon a la puerta. Creyó que se trataba de algún funcionario: el médico legista, o un hombre de la policía que la interrogaría y le haría llenar algún formulario. Inclusive tuvo la idea que quizás era el doctor Schwörer que traía un ordenador de pompas fúnebres que se encargaría de embalsamar los despojos de Chéjov y de repatriarlo a Rusia.
Pero al abrir la puerta, solo encuentra frente a ella al joven servidor rubio que les había subido el champagne algunas horas antes. Esta vez el pantalón de su uniforme estaba recién planchado, la raya impecable; la chaqueta verde estaba bien abrochada, cada botón de cobre estaba en su lugar. Tenía otro aspecto. No solamente estaba bien despierto, sus mejillas todavía infantiles estaban bien afeitadas, sus cabellos cuidadosamente peinados, parecía ávido de agradar. Tenía en sus manos un florero de porcelana que contenía tres rosas amarillas de largo tallo Se lo presenta a Olga golpeando militarmente los tacos. Olga se desplaza para dejarlo entrar. El le dice que ha venido a recuperar las copas, el cubo y la bandeja y que le habían encargado también de prevenirla que en razón del calor extremo, el desayuno sería servido esa mañana en el jardín. Esperaba que el calor no la incomodara demasiado; sentía mucho que hiciera ese mal tiempo.
La mujer parecía distraída. Mientras él hablaba, ella baja los ojos y su mirada fija un punto en la alfombra. Cruza los brazos, cierra sus manos sobre sus codos. El servidor, que tenía todavía el florero, esperaba pacientemente un signo de ella mientras inspeccionaba la habitación con su mirada. El sol entraba por las ventanas abiertas. La habitación estaba perfectamente ordenada, como si nadie hubiera dormido. Ni vestimentas tiradas sobre los sillones, ni zapatos a la vista, ni tampoco medias o corset o valijas abiertas. En fin ningún desorden, nada más que el banal mobiliario de un hotel, pesado e impersonal. Entonces, como la mujer mantenía sus ojos bajos, el servidor baja también su mirada, y percibe un corcho en el suelo justo al lado de la punta de su zapato. La mujer no lo había remarcado. Tenía la mirada perdida. El servidor tuvo ganas de agacharse para levantar el corcho, pero tenía aún el florero con las rosas y temía parecer más inoportuno todavía, llamando la atención sobre él, más de lo necesario. Se esforzó entonces en dejar el corcho allí, donde estaba, y a alzar los ojos. Todo estaba perfectamente en orden a la excepción de la botella de champagne sin el corcho, medio vacía, que estaba puesta sobre la mesita junto a dos copas de cristal. De nuevo el joven servidor pasea su mirada a su alrededor. Por la puerta entreabierta percibe la tercera copa sobre la mesa de luz de la habitación contigua. Había alguien en el lecho! El rostro no era visible pero la forma bajo las frazadas estaba rigurosamente inerte. Habiendo registrado su presencia , el joven servidor mira hacia otro lado. Y allí, sin saber porqué, se sintió incómodo. Carraspeó e hizo pasar el peso de su cuerpo de una pierna a la otra. La mujer no había levantado sus ojos y continuaba encerrada en su silencio. El joven servidor sintió que el fuego le subía al rostro. Tuvo la idea de pronto, que debería quizás sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió para llamar la atención de la mujer, pero ella no levantó los ojos. El dice que si ellos lo desean, los distinguidos clientes extranjeros podrían almorzar en sus habitaciones esa mañana. El joven servidor (no hemos sabido su nombre y posiblemente haya muerto durante la Gran Guerra) agrega que será un placer para él subirles un almuerzo. En fin, dos almuerzos, corrige echando una mirada indecisa en dirección a la otra habitación.
Se calló y pasó un dedo bajo el cuello de su camisa. No comprendía nada. La mujer no parece haberlo escuchado. No sabía a que santo encomendarse. Tenía siempre su florero. El suave perfume de las rosas le llenaban las narices y sentía inexplicablemente el corazón oprimido. Desde que entró en esa habitación, esa mujer estaba abismada en sus pensamientos. Se diría que durante todo el tiempo que él estuvo allí hablando y bailando de un pié al otro ella había estado en otro lado, muy lejos de Badenweiler. Luego la mujer parece volver en sí y su rostro pierde su expresión ida. Levanta sus ojos, lo mira y sacude la cabeza. Parece que le costara comprender qué hacía ese joven en su habitación, con ese florero en el que habían clavado tres rosas amarillas. Flores? Ella no había pedido flores.
Pasado el momento de estupor, ella busca su cartera y toma un puñado de monedas. También muchos billetes. El servidor pasa su lengua por sus labios. Nuevamente iba a recibir una propina substancial, con qué finalidad? Qué esperaba ella de él? Jamás había tenido que tratar con ese tipo de cliente. Una vez más , se aclara la garganta.
La mujer le dice que ella no quería el desayuno. En todo caso no ahora. Esa mañana el desayuno no era lo más importante. Pero ella tenía que pedirle un servicio. Querría que él fuera a buscar un ordenador de pompas fúnebres. Si, un enterrador. Es que él la comprendía? Herr Chéjov murió, ve usted? Verstehen Sie? Joven? Antón Chéjov murió. Ahora escúcheme con atención, le dice. Ella quería que él baje a la recepción y que demande al conserje que le indique el ordenador de pompas fúnebres más reputado de la ciudad. Alguien seguro, meticuloso en su trabajo, que sea capaz de la reserva apropiada en sus maneras. En fin, un enterrador digno de un gran artista. Tenga, dice ella, poniendo las monedas y los billetes en la mano del joven servidor. Y dígale bien al conserje que deseo imperativamente que sea usted el encargado de esta misión.Me escucha? Entiende lo que le digo?
El joven servidor se esforzaba para penetrarse del sentido de sus palabras. Evitaba mirar en dirección de la otra habitación. Algo no funcionaba bien, él lo sentía. Percibió que su corazón batía muy rápido bajo la chaqueta de su uniforme y que tenía su frente perlada de sudor. No sabía donde posar sus ojos. Hubiera querido desembarazarse de ese florero.
Por favor, hágalo por mi, dijo la mujer. Le estaré agradecida eternamente. Dígale al conserje que yo insisto.Dígale eso pero sin llamar exageradamente la atención sobre usted ni sobre la situación. Dígale solamente que es indispensable, que es mi deseo y nada más. Me entiende? Si usted me ha comprendido haga sí con la cabeza. Y sobre todo no alarme a nadie. Todo el resto, lo que pase, el ruido, todo eso vendrá muy rápidamente. Lo más duro ya pasó. Nos hemos comprendido bien..?
El rostro del joven empalideció. Estaba duro como una estaca, las manos crispadas sobre su florero. Con dificultad, se permitió un cabeceo afirmativo.
Luego de obtener el permiso de quitar el hotel, debía dirigirse calmamente y con resolución, pero sin precipitación inútil, a lo del ordenador de pompas fúnebres. Deberá comportarse exactamente como si le hubieran encargado una misión muy importante pero no más que eso. Además, es verdaderamente una misión muy importante, dijo la mujer. A fin de adoptar un andar apropiado a las circunstancias, no tendrá más que decirse que él debería marchar a lo largo de una vereda muy animada llevando en sus brazos un florero con rosas -un florero de porcelana- que le habían encargado entregar a un señor muy importante. (Ella hablaba con una voz muy baja, casi con el tono de una confidencia, como a un amigo o a alguien muy íntimo.) El podía incluso decirse que ese hombre lo esperaba, que estaba impaciente de verlo llegar con las flores. Sin embargo, el joven debería conservar la calma y no ponerse a correr, ni siquiera apretar el paso. No debería olvidar que llevaba un florero! Debería andar con un paso parejo, dándole a su marcha la más grande dignidad posible. Marchará con ese paso parejo hasta alcanzar la casa del enterrador. Una vez delante de su puerta, deberá alzar el llamador de bronce y dejarlo caer tres veces. Y ahí el enterrador vendrá a abrirle en persona.
Seguramente será un cuadragenario, o quizás mismo un poco más viejo, calvo, sólido, con anteojos de marco en acero, puestos muy bajo sobre su nariz. Será un hombre modesto, desprovisto de toda fatuidad, que no preguntará más que las cuestiones más directas y necesarias. Un delantal. Sí, seguramente tendrá puesto un delantal. Quizás hasta se secará las manos con un trapo de color negro mientras escucha las explicaciones del joven. De sus vestimentas emanan imperceptibles resabios de formol. Pero no es grave, el joven no debe preocuparse. Es casi un hombre al presente, y esas cosas no deberían inspirarle ni temor ni asco. El enterrador lo escuchará pacientemente. Será un hombre flemático, y pleno de tacto, un hombre que sabrá lo que hace falta hacer para calmar el terror de la gente en esa suerte de situación, en lugar de agravarlo. Hacía muchísimo tiempo que vivía en la intimidad de la muerte; la conocía en todos sus avatares y en ese dominio, para él no había sorpresa posible ni ningún misterio. Son los servicios de un tal hombre que eran requeridos esa mañana.
El enterrador toma el florero con las rosas. Una sola vez, mientras el joven servidor le habla, una luz de interés se manifiesta en su mirada, dejando suponer que ha escuchado algo que sale de lo ordinario Sí, la sola vez en que el joven servidor menciona el nombre del difunto, las cejas del enterrador se levantan imperceptiblemente. Chéjov dijo usted? Bien , un instante, ya estoy con usted.
Usted entiende lo que yo digo? demanda Olga al joven servidor. Deje las copas. No se preocupe. Olvide las copas de cristal y todo eso. Deje la habitación como está. Todo está listo ahora. Estamos dispuestos ya. Irá usted?
Pero el joven servidor ya no pensaba más que en el corcho que seguía en el suelo al lado de la punta de su zapato. Para levantarlo hubiera sido necesario que se incline, sin dejar el florero. Es lo que iba a hacer. Plegó el busto y sin siquiera bajar los ojos, recogió el corcho con la punta de los dedos y lo aprisionó en el hueco de su mano.
traduc.: elprofe
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