samedi 27 mai 2017

Bitácora de sentimientos 5

Primer amor

Por el cabello. Es verdad. Al verte en la foto recordé haberte visto
con el cabello más largo. Te prefiero como lo tienes ahora,
corto y un poco alborotado.
( De una conversación banal, entre buenos amigos)


   Siempre aprecié el cabello corto en las mujeres, no la melenita convenida, prolija, sino la cabeza más bien desafiante y agresiva. Seguramente, secuela de un amor adolescente, de estudiante.

    Era delgada, alta, sus hombros estrechos, su pelo castaño claro muy corto, peinado hacia un costado con un poco de gel -entonces gomina-, de labios finos y rosados en un rostro anguloso y sus cejas un poco rojizas. Tenía el aspecto levemente ambiguo de un adolescente andrógino. Venía desde Jonte y Artigas( supe después) en el colectivo 163, el mismo al que subía yo, pero en Nazca y Avellaneda, todos los días a la misma hora de la mañana. Íbamos hasta Rivadavia y Lacarra, en el vecino barrio de Floresta, yo rumbo al colegio industrial donde cursaba mi segundo año y ella a la escuela profesional que estaba detrás de mi colegio.

    Recuerdo las primeras miradas furtivas, los primeros saludos con un pequeño movimiento de cabeza, y en los días siguientes los "hola", "buen día", y las cuatro cuadras caminadas juntos hasta Alberdi en donde nos separábamos, adolescentes tímidos y silenciosos, cada uno rumbo a su escuela. Primero fue un "chau". Un día fue "chau" y apretar su brazo subrepticiamente -en ese tiempo los adolescentes no se besaban al encontrarse o al despedirse, y menos en la calle- y otro día, con el "chau", fueron las manos las que se encontraron...

    Y el fin de semana, eterno de ausencia, de angustia hasta que llegaba el lunes. Corría hacia la parada del colectivo, con el corazón que se me escapaba del cuerpo hasta que llegaba el vehículo, lo abordaba, sacaba el boleto y me volvía hacia el interior. Y allí estaba, parada, con su delantal blanco, almidonado, su cartera escolar, su cabello corto y en su rostro la línea de sus labios finos sonreían apenas. Pero sus ojos eran como una tempestad de alegría pudorosa y contenida.

    Livia era su nombre, sus padres eran inmigrantes venidos del Ticino, un cantón de la Suiza italiana. Recuerdo aún hoy sus pequeñas manos frágiles, rojas de frío y sus mejillas un poco paspadas, en el invierno de 1956. Cuantas cosas primeras expresamos y nos dijimos, sin palabras, tomándonos fugazmente las manos, frías las de ella, húmedas las mías, para completar el "chau" mutuo con la voz  íntima y trémula de emoción.

    Y un día, fines de noviembre fue su mano en mi mejilla y sus ojos de reflejos ámbar en los míos. Creo que ese día aprendí, para siempre, la ternura y la gratitud. Pero de eso me di cuenta mucho tiempo después.

elprofe, café El Atilano, de Freire e Iberá                                                 












mercredi 3 mai 2017

Viaje de otoño

Viaje de otoño



Villejuif , otoño 2016    
Ahora que había llegado seguramente se relajaría. Pero comenzaría el dolor. Sensación..? Difuso, constante, en ningún lugar preciso del cuerpo sino en su alrededor, como si doliera el aire de su contorno. Lo combatiría con el trabajo físico, que se siente en los músculos, las manos brazos cintura muslos. Aliviaría de lo otro,  que  lo atristaba.

Despeja el camino que atraviesa el jardín, llena cuatro grandes bolsas con hojas caídas, de bellos colores.  Decide dejar las que cubren la hierba unos días más y comienza a podar la higuera desnuda, desmesurada.

Amaba esa época del año. El frío comenzaba a ser intenso, caía temprano el sol de fin de otoño -ya no subía mucho-  y  pegaba  en los ojos, molesto. Y si no, era la lluvia y los grises, o el viento del este y la nieve y con ésta el silencio. Y la blancura del jardín por las mañanas y las huellas de gatos,  pájaros y otros transeúntes de la noche y el  amanecer, el olor de la leña y el humo de la chimenea contra el cielo. Ahora, sin la mirada honda de ella, nada era igual ni asombroso en ese suburbio europeo. Como que la belleza, lo que late en las cosas no existiera. Se dio cuenta de eso antes de regresar...

Buenos Aires, un domingo bello, fresco y soleado de primavera. Salió muy temprano al silencio matinal, huyendo de una noche de mal dormir,  para entrar a lo que consideraba el peor día de la semana. Sin decidirlo especialmente se encontró andando en la ciudad, atravesando los barrios de la infancia  -Floresta, San José de Flores-  en los que algunas de sus calles se conservaban agradablemente intactas.

Caminó un buen rato, cuestión de ordenar sus ideas. Tomó por la calle Avellaneda , desde Nazca hasta Acoyte,  dobló por ésta y marchó hacia Rivadavia. Cuando llegó, dobló a la izquierda decidido a visitar el Parque, distante 200 m. Entró. Los ajedrecistas ya estaban jugando, se detuvo a observar las distintas partidas en silencio. Luego los viejos discos y libros en sus escaparates y mesas,  llenas de todo lo que se puede imaginar; los libreros amables u oscos, siempre buenos informantes, un par de parrillas que comenzaban a humear... Se quedó un buen momento en eso, sin noción del tiempo, como perdido y disimulando su situación ante él mismo, ya que nadie lo observaba; marchó con parsimonia entre las flores, los árboles diversos ferozmente frondosos, los niños que correteaban alegremente bajo el sol y sus padres que los vigilaban.

Llegó a una de las salidas sobre Rivadavia, reconoció le pequeña calle, Florencio Balcarce, y en la ochava  norte el  bar "El coleccionista"; cruzó la avenida descuidado, sólo oyó el insulto de un ciclista que lo evitó, sintió que no tenía la menor importancia. Llegó al bar, se acercó a una de las ventanas, miró dentro como buscando... 
Se sintió angustiado. Y un idiota. Mientras giraba y retornaba por Rivadavia lentamente pero con paso seguro hacia el oeste, pensaba por qué toda esa banalidad?  Pensó que el aspecto de las cosas siempre es el mismo.  La carga  emotiva o estética, o su falta, depende de la mirada. La mirada solitaria, la mirada de los otros, la mirada compartida con alguien, para bien o para mal. Por eso nunca se perciben de igual manera las cosas que conocimos otra vez. Todo lo determina la mirada diversa...

Descendió de la higuera, guardó la escalera, las herramientas, los guantes, puso a calentar agua en el  mechero a gas que tenía en el pequeño atelier, y preparó el mate. Pensaba cómo hacer para convivir con esa obsesión dulce, instalada en él. En su cabeza? Y sí, no era en el corazón, como siempre se relató y se dio como ejemplo de tragedia, drama o comedia. Era en el pensamiento, siempre allí, durante el día, durante la noche. Le hablaba, discutía con ella. Si leía, o escribía, o hacía su oficio, siempre estaba. Era como tener dos o más percepciones simultáneas,  paralelas, perfectamente separadas . Una percepción del  afuera de sí, que captaba con sus sentidos todo lo que pasaba en su exterior, para ser inmediatamente analizado, y poner en movimiento todo el aparato sensorial, provocar las reacciones correspondientes: miedo, alegría , perplejidad, odio, asombro, curiosidad, aburrimiento, ansiedad, etc.  Y la otra percepción, la de no estar solo, sino con ella instalada dentro de él, en su cabeza, testigo ella, observadora de toda su percepción y las reacciones que producía en él, callada, absolutamente activa en su observar, atenta, pero sin un gesto, sin opinión, sin reacción....Como constatando..? Estaba allí, porque él la llevaba, estaba con él porque era su deseo, porque no quería olvidar. Convivía con esa "obsesión dulce" porque lo deseaba intensamente, sin drama,  sin grandes gestos, sin sufrimiento ni alegría, pero firmemente, porque  de otra manera no podía ir más allá, era como que le faltaba un costado. Porque no estaba....

No concebía que la cuestión amorosa fuera ni una batalla, ni una conquista, sino algo mucho más raro, intenso, inevitable, profundo e improbable: un encuentro. Si no, es solamente atracción, pasión, necesidad, cuestiones estas que pueden estar contenidas en un encuentro. Pero que no lo son.
Pensaba que cuando alguien está en su situación es porque no abandona, no puede abandonar,  porque es traicionar la capacidad de tener sentimientos muy anclados. Y ese sentimiento que porta en él, que no es común, que se desploma sobre uno en muy contadas y excepcionales ocasiones durante una vida, no se deja traicionar. Solo una palabra  que manifieste dulcemente o con hastío e indiferencia, con enojo, o hasta con sorna pero claramente, puede decidir a "abandonar la partida". Nunca el silencio.
Nunca.

La tarde había declinado, solo un resplandor al oeste, la noche y el frío se posaban sobre las cosas.
Cerró el atelier.
Entró en la noche.

elprofe, bar Atilano, Freire e Iberá