Espacio en el que viví muy poco tiempo pero de una rara intensidad. Casi como un beduino, con lo imprescindible -agua, abrigo o frescor, según las estaciones, un poco de comida y silencio, ese silencio que permite escuchar los mil y un murmullos de la naturaleza, el silencio interior, en el que se explayan las voces que vienen con nosotros, siempre dulces hasta en la recriminación, porque tienen razón.
Espacio como una carpa, llena de objetos, pero pocos porque el espacio es mínimo y el todo hace un universo, y los objetos como amontonados pero con un orden riguroso, que conversan entre ellos, objetos -ninguno era mío- cargados de tiempo testigos de todo. Y la hora de la siesta, el mejor momento, dos rayos de luz que retratan las cosas y sus sombras mínimas en los muros, blanqueados a la cal y escondiendo todo sortilegio imaginable en el dibujo de sus manchas de humedad. Todo ese espectáculo de movimiento, luz y silencio duraba no más de 8 o 10 minutos hasta que quedaba una luz tibia, pacífica, melancólica y sensual. Entonces vibraba el aire de la tarde y era un lejano relincho, el viento en los árboles, los pájaros, algún gallito.
Los recuerdos...
Las voces amadas...